Fumaba y fumaba, presa de los nervios y el temor. ¿Qué iba a suceder? ¿A dónde la habían llevado sus malos pasos?. Detrás de la puerta se escuchaba la voz áspera del decano Reyes. Sonaba enojado y pese a que la gruesa madera no le permitía oír con claridad, Beatriz sabía que su discurso era aterrador.
¿Y él? ¿Qué estaría pensando él? De seguro estaría mirando por la ventana, mordiéndose los labios para no decir nada, apretándose los puños, conteniéndose las ganas de putear al decano y decirle unas cuantas verdades mientras le golpeaba su regordete y arrugado rostro. Sí, de seguro así estaría él. Tan confundido y asustado como ella.
Beatriz suspiró. Le dolía ver cómo se habían arruinado las cosas, cómo fue que dejó que todo se fuera al carajo. Era cierto que se había ilusionado más de la cuenta y que él nunca le dio a entender que esto iba en serio. Primero fueron sutiles coqueteos en el aula, discretas insinuaciones que se les escapaban en los debates académicos, simples miradas que les ponían la piel de gallina. Nada serio, tan solo un juego de amor.
De seguro él nunca sospechó que para ella era mucho más que eso. Esa fría tarde de junio, cuando la vio llegar hasta su oficina empapada hasta los huesos, jamás pensó que ella le daría a conocer una pasión antes desconocida. Nunca pensó si quiera que pese a resistirse, Beatriz terminaría doblegándolo a punto de caricias y palabras ardientes.
Él no pudo contra la irresistible oferta de Beatriz, esa mujer con aspecto de virgen y alma de prostituta. Esa criatura de mirada inocente, pero lengua pecaminosa que le esperaba a la salida de la facultad para acorralarlo con propuestas indecentes que le invitaban a perderse en calentonas aventuras de amantes prohibidos.
Simplemente no pudo decirle que no y fue así como se embarcó en una bizarra historia en la que arriesgó todo su mundo sólo para probar el sabor del pecado desde los labios de esa escandalosa y atrevida estudiante que le abría las piernas de par en par cuando él menos lo esperaba.
Pero lo suyo no era más que sexo. Nunca hablaban, nunca se dijeron nada. Beatriz se aparecía en su oficina o en el estacionamiento, le sonreía coqueta y su verga de inmediato se levantaba, ansiosa por penetrar a esa indecente chiquilla que tenía toda la disposición para revolcarse con él cómo fuera y dónde fuera.
Así lo veía él y así pensó que lo mantendría bajo control. Creía que Beatriz también jugaba, que él era otras de sus aventurillas y que la chica sólo quería pasarlo bien. La típica historia alumna- profesor. Lo suyo duraría hasta que se aburrieran de las cochinadas, hasta que ya no hubiera más posiciones que probar.
Pero todo cambió de súbito la tarde en que su mujer le dijo que estaba embarazada. Era cierto que al comienzo la odió, ya que ese hijo la uniría inevitablemente a ella en momentos en los que estaban al borde del colapso matrimonial, pero la noticia terminó por despertarle una inusitada ternura que lo trajo de regreso a los brazos de su esposa.
El sentir fue tan fuerte que decidió ponerle fin a su aventurilla. Buscó a Beatriz, le contó y le pidió que dejaran de verse como amantes.
Ella creyó entenderlo, tomó sus manos y le deseó suerte. Sin embargo, su cuerpo no lo asumió y Beatriz siguió buscándolo en su oficina. Al comienzo él la recibió encantado, la penetraba y cuando acababan sonreía diciéndole: “pendeja porfiada” . Pero a medida que creía la barriga de su mujer, también se acrecentaban las fuerzas para dejar a su amante y sentar cabeza con la madre su futuro hijo.
El crujir de las tablas de la vieja oficina, desconcentró a Beatriz de sus cavilaciones. Eran los pasos del decano hacia la puerta. El corazón comenzó a latirle como desesperado y de la nada lágrimas comenzaron a inundarle los ojos. Había llegado el momento del cara a cara, la hora de enfrentar la verdad.
Seguramente la culpa sería de él, por ser viejo, maduro y tener experiencia. Ella sólo sería la víctima, la jovencita engatusada por el pervertido profesor. Pero aun así el miedo la invadió y sintió deseos de salir corriendo, cuando la vieja puerta se abrió y el decano le ordenó que pasará.
Había llegado el momento de asumir las consecuencias de su pasión, de hacerse responsable y decir la verdad. Tenía que actuar como mujer madura y no como una pendeja loca. "Sí, sólo di la verdad”, se dijo, mientras limpiaba sus lágrimas y se sentaba bien erguida frente a él y el decano.
Señorita Herrera, - dijo el canoso docente - vamos a obviar el estúpido rodeo, porque creo que no tendría sentido alguno. La profesora Dietlinde Herbach dijo que la vio besándose con el profesor Julián Prada, en su oficina, la tarde del pasado viernes. ¿Es eso cierto?
Sí- contestó con voz temblorosa , evitando la mirada de ambos hombres. Su cuerpo temblaba presa de la angustia y el nerviosismo. “Maldita perra”, se decía una y otra vez mientras su mente recordaba la expresión de asco que puso la profesora cuando de improvisto abrió la puerta de la oficina y los descubrió besándose apasionadamente.
Ya veo - dijo el decano endureciendo todavía más su expresión – Ahora, señorita Herrera le pediré mucha sinceridad. De esto depende la decisión que tome, dígame ¿El beso fue de mutuo acuerdo o usted fue obligada por el profesor Prada? Por favor, no tenga miedo y diga la verdad.
Julián miró suplicante, como si con sus ojos quisiera decirle que pensara en el hijo que nacería, en la mujer que lo esperaba en casa. Como si le pidiera un pequeño gesto que salvara su pellejo.
Beatriz sabía perfectamente que de los dos, el que más perdía era él. No sólo porque sería despedido de esa universidad y toda la comunidad académica regional se enteraría del porqué, sino que también porque tendría que confesarle su error a su esposa y ésta no lo perdonaría.
Pero su corazón no la dejaba pensar con claridad, estaba envenado por la ira, el temor y la frustración. Tenía miedo de asumir su culpa, ser expulsada de la carrera y tener que comenzar todo de nuevo con el peso de la conciencia en sus hombros. No quería tener que decirle a sus papás que la habían echado por suelta, por maraca, por haberse metido con un profesor que le doblaba la edad.
Pero el miedo se hacía poco si pensaba en la rabia que sentía hacia ese hombre que no la amaba, a ese sujeto que sólo la había utilizado para eyacularla encima, para que se lo chupara como nunca podría haberlo hecho su esposa. La usó, nunca la quiso ni quiso quererla, sólo quería culearla bien culeada hasta que se aburriera.
La sensación de miedo-rabia se acrecentaba en ella y pese a que sabía que todos esperaban su respuesta, Beatriz no podía articular sonido alguno. Estaba angustiada, confundida, irritada, nerviosa y despechada. ¿Podría haber peor combinación?
El decano la miraba pensativo, como si su mutismo le estuviera revelando algo que ella no deseaba , como si de éste estuviera sacando pruebas para dictar su veredicto. Su respuesta era urgente y ella lo sabía, porque el silencio estaba otorgando.
De seguro, el calvo profesor estaba pensando que ella tenía miedo de hablar, ya que efectivamente Julián la había obligado, abusando de su poder sobre ella, violando la ética del docente.
Y algo dentro de sí le exigía que dijera la verdad. Que confesara que fue ella quiénlo besó. Que fue ella la que se acercó a él y le tomó la cara con fuerza, para luego abrirle la boca con su lengua desesperada. Sí, algo le pedía que fuera sincera, que olvidará el despecho y asumiera su responsabilidad.
Señorita Herrera ,- interrumpió el decano - por favor, responda...
La voz del viejo la colapsó, todo se volvió nebuloso y presa de la angustia, la confusión y la rabia, víctima de la locura de un mal amor, finalmente dijo: “me obligó”. La respuesta salió sola, se escapó de sus labios con determinación propia, como si en ese momento algo se hubiera posesionado de su cuerpo.
Julián vio con horror cómo las palabras de Beatriz le habían cavado la tumba y palideció. ¿Qué podía hacer? Nada, la pendeja lo había cagado bien cagado y éste no era más que el comienzo de sus desgracias. Bastaba con verle la cara de repugnancia y asco con la que lo miraba el decano para saber el desenlace de esta historia. “Perra”, pensaba Julián, mientras la recordaba gimiendo entre sus brazos, mientras la veía retorciéndose de placer bajo su cuerpo,“pendeja maraca, no sabes cuánto te odio”.
Eso es todo lo que quería saber, señorita Herrera - dijo el decano mirándola con compasión y lástima - Le aconsejo que se vaya a casa y se tome un par de días. Nosotros confiamos en su palabra y créame que este señor no volverá a poner un pie en esta facultad. No permitiremos que nuestros alumnos sean víctimas del abuso de nadie y menos de una persona sin moral como ésta. Vaya tranquila a casa.
Beatriz se levantó con las piernas temblando y lo miró. Estaba destrozado, arruinado, al borde de las lágrimas. La imagen le remeció la conciencia y arrepentida, sintió ganas de lanzarse a sus brazos, pedirle perdón y gritarle al decano que todo era mentira. Llenarlo de besos, decirle que durante todo este tiempo no había hecho más que amarlo. Quería echar un pie atrás y explicarle al viejo profesor que la culpable era ella y nadie más que ella.
Pero no dijo ni hizo nada. Salió casi corriendo, sin voltear y cuando ya estuvo lejos, bien lejos de la facultad, se detuvo a respirar. El aire frío comenzó a calmarla, a alejar la neblina. Quizás Julián se lo merecía por no haberla querido nunca, por amar a otra y aun así hacerle falsas ilusiones con esas sonrisas que le dedicaba,. Se lo merecía por haberla usado, por haberla tocado y luego decidir abandonarla. Por haberle sido infiel a su mujer y aun así haber engendrado un hijo con ella. Sí, quizás se lo merecía.
No había que jugar con el amor y menos con el que le daba una muchacha tan sensible como ella. No, con las personas no se juega. Beatriz comenzó a caminar, con lágrimas en los ojos, pero ya menos asustada y pensó en que había hecho bien. Alguien lo había castigado, alguien le había puesto fin a su maldita coquetería y ahora por fin podría olvidarse de él y de su mal amor: ya no tendría que verlo nunca más.